sábado, 10 de mayo de 2014

Analisis Crítico de la Pelicula Cruzadas

Analisis Crítico de la Pelicula Cruzadas

Edwin Kennedy Calero Chamorro

En la película nos pretende intencionalmente manejar nuestras emociones como la fe, la motivación, la infidelidad, la traición, la humildad, la fuerza, la tristeza, la esperanza, el acuerdo, el concepto en si de lo que es el Reino de los Cielos, un lugar donde todos deberíamos estar en paz, pero sin embargo habían muchos enfrentamientos, ideologías como las Musulmanas y los Cristianos, quizá dos ideologías que se ven diferentes para el concepto humano pero muy similares para su creadores, donde lo único que querían era la paz y la mejor convivencia.

Y por si fuera poco, si la finalidad de la película es antirreligiosa, y especialmente anticristiana, y para ello se toman cuantas libertades históricas hacen falta, nos encontramos con una superproducción que tampoco puede entusiasmar a un espectador por motivos meramente fílmicos: la corrección política es aburrida.


Hay muchas formas de narrar una historia: y para hablarnos de las cruzadas se ha escogido, deliberadamente, el momento en que los cruzados mostraron mayor cúmulo de defectos: la crisis del Reino de Jerusalem que llevó a su destrucción por Saladino en la batalla de Hattin.

Fechas, nombres y lugares recuerdan suficientemente a los de aquella historia, pero convenientemente distorsionados para que el espectador extraiga la moraleja que el director quiere. Así, ciertamente, un Balián de Ibelin, después de Hattin, dirigió durante diez días la defensa de Jerusalem hasta capitular honrosamente frente a Saladino, pero era un noble, hijo legítimo, nacido, casado y muerto en Tierra Santa: todo ello muy diferente del protagonista de esta película que usurpa su nombre y personalidad.

Podríamos extendernos mucho sobre detalles históricos falseados o hábilmente deformados. Valga alguno.

La primera falacia va con los primeros metros de película, para marcar el tono. Un letrero en la pantalla afirma que en el siglo XII Europa estaba sumida en la represión (sic) y en la pobreza y que por eso la gente emigraba a Tierra Santa en busca de riquezas. Sin embargo el siglo XII conoció una gran expansión demográfica y económica de Europa y nunca hubo un movimiento de colonización de Tierra Santa, sólo peregrinaciones o refuerzos temporales.

No puede ser ignorancia, sino mala intención, que se nos presente el Calvario desnudo en pleno siglo XII. Desde los tiempos de Santa Elena (siglo IV) hubo templos cristianos en el Santo Sepulcro, y los cruzados erigieron inmediatamente el complejo monumental que hoy se conserva. Cuando el protagonista pregunta por el lugar donde murió Cristo (¡que era el centro, la perla, y la razón de ser del Reino!), y medita sobre un pedregal pelado y solitario, se está  negando a los cruzados su capacidad artística (tampoco los edificios civiles cruzados eran de estilo morisco, sino occidental) y, muy sutilmente, se insinúa la disociación entre Cristo y su memoria, semiolvidados, y la Iglesia y los cruzados, de espaldas hasta a su recuerdo físico.

La incomprensión de la psicología de la época es aún peor: los señores medievales cuidaban de proteger a sus campesinos de los ejércitos musulmanes, si no fuera por caballerosidad cristiana, por puro interés: toda su riqueza la constituían sus tierras y los que las cultivaban. Riddley Scott hace que sólo el protagonista cubra la retirada “del pueblo” para convertir a los demás cruzados en desalmados, pero los desalmados no suelen ser tan estúpidos.

Pero todos estos errores están al servicio de tesis religiosas. La principal, enunciada en el discurso más solemne de la película, es que todas las religiones son básicamente iguales, que la disputa por la diferencia de Fe o por la posesión de Jerusalem no tiene sentido, y que lo que importa cuidar es de las personas, salvando su vida: así se explica la resistencia primero y luego la capitulación de Jerusalem. La coexistencia, ¿o la alianza? de civilizaciones era el ideal que los cruzados debían haber aceptado. Junto a esas tesis se observa una presentación sistemáticamente desfavorable de lo cristiano y un paralelo ocultamiento de aspectos poco laudables de los musulmanes.

La primera escena marca la pauta: el entierro en pleno campo de una mujer, ya que la Iglesia (intolerante) niega el camposanto a los suicidas, pero quien la entierra entre supersticiones ¡es el cura del lugar!, lo cual a su vez se explica para que pueda actuar como saqueador del cadáver. Semejante elección de caso tan rebuscado e improbabilísimo no puede obedecer sino al designio anticristiano. Sobre todo porque cuantas nuevas veces aparecen clérigos en la película es para profesar intolerancia, egoísmo, superstición o cobardía.

Veamos si no a los predicadores de Mesina, repitiendo como una salmodia que matar infieles no es pecado sino la vía de la salvación. ¡Pues no! Lo que la Iglesia predicó fue que la defensa de la Fe y de Tierra Santa eran una obra buena y que los sufrimientos padecidos por ella se aplicaban como penitencia propiciatoria de indulgencias; es la casuística musulmana la que no reconoce como ‘mártir’ sino al que muere tras haber derramado sangre enemiga.

En esa línea se nos muestra varias veces la oración de los musulmanes, y en cambio ninguna de los cristianos, que no se encomiendan a Dios ni siquiera al entrar en batalla ¡inadmisible, incluso históricamente!

A la única figura cristiana respetable del guión, al rey Balduino IV, que sobrellevó su lepra con heroísmo cristiano, no sólo se le niega sus victorias por desistimiento enemigo de Saladino, quien se retiró varias veces ante su comparecencia al frente del ejército sin mediar ningún parlamento, sino que se le presenta sugiriendo al protagonista que elimine al marido de su hermana para desposarla. Claro que a su sucesor, Guido de Lusignan, se le presenta asesinando por propia mano, delante de la corte reunida, nada menos que a un parlamentario enemigo ¿cabe algo más aberrante?

Frente a semejantes invenciones, de Saladino se ocultan ciertos ‘pequeños’ detalles para magnificar una caballerosidad que ciertamente existió: así, que los cristianos de Jerusalem pudieron dejarla libremente porque permitió que se pagara un rescate colectivo por ellos, o que los caballeros de las órdenes militares capturados en Hattin fueron asesinados a sangre fría (algunos dicen que fueron repartidos entre ciertos musulmanes para que cada cual determinase su género de muerte).  Más aún, se inventa a un Saladino en la Jerusalem conquistada recogiendo del suelo y reponiendo una cruz enjoyada, oportunamente abandonada en la evacuación y olvidada por los saqueadores. ¿Creerá alguien al ver esa película que no ya Bin Laden, sino el más moderado de los inmigrantes musulmanes, va a reponer de pie lo que para ellos es un ídolo?

¿Y el protagonista? En él está siempre la clave de la historia, y también lo está de que “El Reino de los Cielos” no sea una buena película. El protagonista, siendo agnóstico (para los que digan que en la Edad Media no hubo milagros), se integra llevado por las circunstancias entre los cruzados, se mantiene permanentemente al margen de los móviles de éstos, ya fueran religiosos o terrenos, y retorna (inverosimilitud final) a su lugar natal renunciando a su condición de noble, pero sustituyendo a su anterior esposa con la Princesa Sibila, también de incógnito. De este modo Riddley Scott nos muestra el final feliz que negó a Russell Crowe en Gladiator.

Ahora bien, el personaje de “Gladiator” era mucho más comprensible que éste, aquel era un pagano estoico, piadoso, amante de su familia y necesitado de venganza. Este Balian cinematográfico no manifiesta grandes pasiones, ni el espectador se explica en qué apoya su distanciada rectitud incorruptible. Cómo nuestro protagonista no se implica íntimamente en la lucha colectiva de sus contemporáneos nos encontramos ante una película bélica sin épica, y como tampoco evoluciona moralmente de su escepticismo desencantado a lo largo de su periplo, tampoco hay drama. La película, así, es un espectáculo apabullante pero sin historia central.

 “El Reino de los Cielos” pretende establecer que la mejor posición moral y humana es el cristianismo sin Cristo, la elevada moral sin por qué de la que es ejemplo nuestro personaje. La Iglesia histórica no sólo es innecesaria, sino opuesta.

Los católicos tenemos el deber de defender la verdad de la historia y de nuestra Fe. Advertir a nuestros hermanos de que no paguen entradas para someterse a tal manipulación. Reclamar que haya asesores cristianos, como lo ha habido musulmán, en películas que aborden nuestras creencias e historia. Y fortalecer nuestra Fe, sin aceptar que nos creen escrúpulos indebidos: ¡los cruzados de verdad eran cristianos! Ni malvados irremisibles, ni santos agnósticos.

Las Cruzadas, histórica y moralmente tienen una explicación y una justificación cristianas y nos conviene conocerlas.


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