Analisis Crítico de
la Pelicula Cruzadas
Edwin Kennedy Calero Chamorro
En la película nos pretende intencionalmente
manejar nuestras emociones como la fe, la motivación, la infidelidad, la
traición, la humildad, la fuerza, la tristeza, la esperanza, el acuerdo, el
concepto en si de lo que es el Reino de los Cielos, un lugar donde todos
deberíamos estar en paz, pero sin embargo habían muchos enfrentamientos,
ideologías como las Musulmanas y los Cristianos, quizá dos ideologías que se
ven diferentes para el concepto humano pero muy similares para su creadores,
donde lo único que querían era la paz y la mejor convivencia.
Y por si fuera poco, si la finalidad de la
película es antirreligiosa, y especialmente anticristiana, y para ello se toman
cuantas libertades históricas hacen falta, nos encontramos con una
superproducción que tampoco puede entusiasmar a un espectador por motivos
meramente fílmicos: la corrección política es aburrida.
Hay muchas formas de narrar una historia: y
para hablarnos de las cruzadas se ha escogido, deliberadamente, el momento en
que los cruzados mostraron mayor cúmulo de defectos: la crisis del Reino de
Jerusalem que llevó a su destrucción por Saladino en la batalla de Hattin.
Fechas, nombres y lugares recuerdan
suficientemente a los de aquella historia, pero convenientemente distorsionados
para que el espectador extraiga la moraleja que el director quiere. Así,
ciertamente, un Balián de Ibelin, después de Hattin, dirigió durante diez días
la defensa de Jerusalem hasta capitular honrosamente frente a Saladino, pero
era un noble, hijo legítimo, nacido, casado y muerto en Tierra Santa: todo ello
muy diferente del protagonista de esta película que usurpa su nombre y
personalidad.
Podríamos extendernos mucho sobre detalles
históricos falseados o hábilmente deformados. Valga alguno.
La primera falacia va con los primeros metros
de película, para marcar el tono. Un letrero en la pantalla afirma que en el
siglo XII Europa estaba sumida en la represión (sic) y en la pobreza y que por
eso la gente emigraba a Tierra Santa en busca de riquezas. Sin embargo el siglo
XII conoció una gran expansión demográfica y económica de Europa y nunca hubo
un movimiento de colonización de Tierra Santa, sólo peregrinaciones o refuerzos
temporales.
No puede ser ignorancia, sino mala intención,
que se nos presente el Calvario desnudo en pleno siglo XII. Desde los tiempos
de Santa Elena (siglo IV) hubo templos cristianos en el Santo Sepulcro, y los
cruzados erigieron inmediatamente el complejo monumental que hoy se conserva.
Cuando el protagonista pregunta por el lugar donde murió Cristo (¡que era el
centro, la perla, y la razón de ser del Reino!), y medita sobre un pedregal
pelado y solitario, se está negando a
los cruzados su capacidad artística (tampoco los edificios civiles cruzados
eran de estilo morisco, sino occidental) y, muy sutilmente, se insinúa la
disociación entre Cristo y su memoria, semiolvidados, y la Iglesia y los
cruzados, de espaldas hasta a su recuerdo físico.
La incomprensión de la psicología de la época
es aún peor: los señores medievales cuidaban de proteger a sus campesinos de
los ejércitos musulmanes, si no fuera por caballerosidad cristiana, por puro
interés: toda su riqueza la constituían sus tierras y los que las cultivaban.
Riddley Scott hace que sólo el protagonista cubra la retirada “del pueblo” para
convertir a los demás cruzados en desalmados, pero los desalmados no suelen ser
tan estúpidos.
Pero todos estos errores están al servicio de
tesis religiosas. La principal, enunciada en el discurso más solemne de la
película, es que todas las religiones son básicamente iguales, que la disputa
por la diferencia de Fe o por la posesión de Jerusalem no tiene sentido, y que
lo que importa cuidar es de las personas, salvando su vida: así se explica la
resistencia primero y luego la capitulación de Jerusalem. La coexistencia, ¿o
la alianza? de civilizaciones era el ideal que los cruzados debían haber
aceptado. Junto a esas tesis se observa una presentación sistemáticamente
desfavorable de lo cristiano y un paralelo ocultamiento de aspectos poco
laudables de los musulmanes.
La primera escena marca la pauta: el entierro
en pleno campo de una mujer, ya que la Iglesia (intolerante) niega el
camposanto a los suicidas, pero quien la entierra entre supersticiones ¡es el
cura del lugar!, lo cual a su vez se explica para que pueda actuar como
saqueador del cadáver. Semejante elección de caso tan rebuscado e
improbabilísimo no puede obedecer sino al designio anticristiano. Sobre todo
porque cuantas nuevas veces aparecen clérigos en la película es para profesar
intolerancia, egoísmo, superstición o cobardía.
Veamos si no a los predicadores de Mesina, repitiendo
como una salmodia que matar infieles no es pecado sino la vía de la salvación.
¡Pues no! Lo que la Iglesia predicó fue que la defensa de la Fe y de Tierra
Santa eran una obra buena y que los sufrimientos padecidos por ella se
aplicaban como penitencia propiciatoria de indulgencias; es la casuística
musulmana la que no reconoce como ‘mártir’ sino al que muere tras haber
derramado sangre enemiga.
En esa línea se nos muestra varias veces la
oración de los musulmanes, y en cambio ninguna de los cristianos, que no se
encomiendan a Dios ni siquiera al entrar en batalla ¡inadmisible, incluso
históricamente!
A la única figura cristiana respetable del
guión, al rey Balduino IV, que sobrellevó su lepra con heroísmo cristiano, no
sólo se le niega sus victorias por desistimiento enemigo de Saladino, quien se
retiró varias veces ante su comparecencia al frente del ejército sin mediar
ningún parlamento, sino que se le presenta sugiriendo al protagonista que
elimine al marido de su hermana para desposarla. Claro que a su sucesor, Guido
de Lusignan, se le presenta asesinando por propia mano, delante de la corte
reunida, nada menos que a un parlamentario enemigo ¿cabe algo más aberrante?
Frente a semejantes invenciones, de Saladino
se ocultan ciertos ‘pequeños’ detalles para magnificar una caballerosidad que
ciertamente existió: así, que los cristianos de Jerusalem pudieron dejarla
libremente porque permitió que se pagara un rescate colectivo por ellos, o que
los caballeros de las órdenes militares capturados en Hattin fueron asesinados
a sangre fría (algunos dicen que fueron repartidos entre ciertos musulmanes
para que cada cual determinase su género de muerte). Más aún, se inventa a un Saladino en la
Jerusalem conquistada recogiendo del suelo y reponiendo una cruz enjoyada,
oportunamente abandonada en la evacuación y olvidada por los saqueadores.
¿Creerá alguien al ver esa película que no ya Bin Laden, sino el más moderado
de los inmigrantes musulmanes, va a reponer de pie lo que para ellos es un
ídolo?
¿Y el protagonista? En él está siempre la
clave de la historia, y también lo está de que “El Reino de los Cielos” no sea
una buena película. El protagonista, siendo agnóstico (para los que digan que
en la Edad Media no hubo milagros), se integra llevado por las circunstancias
entre los cruzados, se mantiene permanentemente al margen de los móviles de
éstos, ya fueran religiosos o terrenos, y retorna (inverosimilitud final) a su
lugar natal renunciando a su condición de noble, pero sustituyendo a su
anterior esposa con la Princesa Sibila, también de incógnito. De este modo
Riddley Scott nos muestra el final feliz que negó a Russell Crowe en Gladiator.
Ahora bien, el personaje de “Gladiator” era
mucho más comprensible que éste, aquel era un pagano estoico, piadoso, amante
de su familia y necesitado de venganza. Este Balian cinematográfico no
manifiesta grandes pasiones, ni el espectador se explica en qué apoya su
distanciada rectitud incorruptible. Cómo nuestro protagonista no se implica
íntimamente en la lucha colectiva de sus contemporáneos nos encontramos ante
una película bélica sin épica, y como tampoco evoluciona moralmente de su
escepticismo desencantado a lo largo de su periplo, tampoco hay drama. La
película, así, es un espectáculo apabullante pero sin historia central.
“El
Reino de los Cielos” pretende establecer que la mejor posición moral y humana
es el cristianismo sin Cristo, la elevada moral sin por qué de la que es
ejemplo nuestro personaje. La Iglesia histórica no sólo es innecesaria, sino
opuesta.
Los católicos tenemos el deber de defender la
verdad de la historia y de nuestra Fe. Advertir a nuestros hermanos de que no
paguen entradas para someterse a tal manipulación. Reclamar que haya asesores
cristianos, como lo ha habido musulmán, en películas que aborden nuestras
creencias e historia. Y fortalecer nuestra Fe, sin aceptar que nos creen
escrúpulos indebidos: ¡los cruzados de verdad eran cristianos! Ni malvados
irremisibles, ni santos agnósticos.
Las Cruzadas, histórica y moralmente tienen
una explicación y una justificación cristianas y nos conviene conocerlas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario